El Retorno del Delgado Duque Blanco (The Return of the Thin White Duke)
Hace unos días, ante la trágica pérdida del cantante David Bowie, nos hicimos eco del homenaje que le rindió Neil Gaiman, publicando en su página web el relato corto que escribió inspirándose en la figura de Bowie. Con imágenes del artista japonés Yoshitaka Amano, la historia se titula ‘The Return of the Thin White Duke‘ y presenta un imaginativo mundo de fantasía con un sorprendente final.
Para aquellos que prefiráis leerlo en castellano, en La Casa de EL os lo hemos traducido y os lo dejamos a continuación. Como introducción, Gaiman deja en su página las siguientes palabras para presentar este relato:
Nunca conocí a David Bowie. Después de un tiempo, se convirtió casi en un juego: solo me quedaba un héroe, y era él. Lo más cerca que estuve de conocerle fue la intención de enviarle una copia de ‘Trigger Warning’, con este relato incluido, y una nota de disculpas. Es descaradamente un homenaje de fan.
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Era el monarca de todo lo que contemplaba, incluso cuando estaba en el balcón del palacio por la noche escuchando informes y levantaba la vista al cielo al amargo brillo de los cúmulos y espirales de estrellas. Él gobernaba los mundos. Había intentado durante mucho tiempo reinar sabiamente, y bien, y ser un buen monarca, pero reinar es difícil, y la sabiduría puede ser dolorosa. Y había descubierto que es imposible, cuando se gobierna, hacer solo el bien, porque no se puede construir algo sin derribar otra cosa, e incluso él no podía preocuparse por cada vida, cada sueño, cada población de cada mundo.
Poco a poco, momento a momento, muerte a muerte, dejó de preocuparse.
Él no moriría, ya que solo la gente inferior moría, y él no era inferior a nadie.
El tiempo pasó. Un día, en las profundas mazmorras, un hombre con la cara cubierta de sangre miró al Duque y le dijo que se había convertido en un monstruo. Al momento siguiente, no había hombre; solamente una nota a pie de página en un libro de historia.
El Duque pensó mucho en esta conversación durante los siguientes días, y finalmente asintió. “El traidor tenía razón”, dijo. “Me he convertido en un monstruo. Ah, bueno. Me pregunto si alguno de nosotros pretende ser un monstruo”.
Una vez, hace mucho tiempo, hubo amantes, pero eso fue en los albores del Ducado. Ahora, en el anochecer del mundo, con todos los placeres disponibles libremente (pero lo que conseguimos sin esfuerzo, no podemos valorarlo), y sin necesidad de ocuparse de ningún asunto de sucesión (ya que incluso la idea de que otro sucediera algún día al Duque bordeaba la blasfemia) no había más amantes, así como no había más desafíos. Se sentía como si estuviera dormido mientras sus ojos seguían abiertos y sus labios hablaban, pero no había nada que le despertara.
El día después de que se le ocurriese al Duque que él era ahora un monstruo, fue el Día de las Flores Extrañas, que se celebraba luciendo flores traídas al Palacio Ducal desde cada mundo y cada plano. Era un día en el que todos los del Palacio Ducal, que abarcaba un continente, estaban tradicionalmente alegres, y en el que apartaban sus preocupaciones y oscuridades, pero el Duque no se sentía feliz.
“¿Cómo se le podría hacer feliz?” preguntó el escarabajo de información en su hombro, que estaba allí para transmitir los caprichos y deseos de su amo a cientos y cientos de mundos. “Diga la palabra, Excelencia, e imperios se levantarán y caerán para hacerle sonreír. Las estrellas explotarán en una nova para su entretenimiento”.
“Tal vez necesite un corazón”, dijo el Duque.
“Puedo tener cientos y cientos de corazones inmediatamente arrancados, despedazados, desgarrados, cortados, en lonchas o de cualquier otra manera sacados de los pechos de diez mil especímenes humanos perfectos”, dijo el escarabajo de información. “¿Cómo le gustaría que los dispusiéramos? ¿Debo avisar a los chefs o a los taxidermistas, a los cirujanos o a los escultores?”
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“Necesito preocuparme por algo”, dijo el Duque. “Necesito valorar la vida. Necesito despertar”.
El escarabajo murmuró y chirrió en su hombro; podía acceder a la sabiduría de diez mil mundos, pero no podía aconsejar a su amo cuando estaba en este estado de ánimo, así que no dijo nada. Transmitió su preocupación a sus predecesores, a los antiguos escarabajos de información, ahora durmiendo en cajas ornamentadas de cientos y cientos de mundos, y los escarabajos lo consultaron entre ellos con remordimiento, porque, en la inmensidad del tiempo, incluso esto había ocurrido antes, y se habían preparado para resolverlo.
Una subrutina largamente olvidada desde el amanecer de los mundos se puso en marcha. El Duque estaba llevando a cabo el ritual final del Día de las Flores Extrañas sin ninguna expresión en su fino rostro, un hombre viendo su mundo tal como era y no valorándolo en absoluto, cuando una pequeña criatura alada revoloteó desde la flor en la que se había estado escondiendo.
“Excelencia”, susurró la criatura. “Mi señora os necesita. Por favor. Sois su única esperanza”.
“¿Tu señora?” preguntó el Duque.
“La criatura viene de Más Allá”, chasqueó el escarabajo en su hombro. “De uno de los lugares que no reconoce la Señoría del Ducado, de las tierras más allá de la vida y la muerte, entre el ser y el no-ser. Debe haberse escondido dentro de una flor de orquídea importada de más allá del mundo. Sus palabras son una trampa, o un cebo. Tendré que destruirla”.
“No”, dijo el Duque. “Déjala”. Hizo algo que no había hecho en muchos años, y acarició al escarabajo con un delgado dedo blanco. Los ojos verdes del insecto se volvieron negros, y murmuró hasta quedarse en perfecto silencio.
Sostuvo a la diminuta criatura en sus manos y caminó de regreso a sus aposentos, mientras que ella le hablaba de su sabia y noble Reina, y de los gigantes, cada uno más hermoso que el anterior, y cada uno más enorme y peligroso y más monstruoso, que tenían a su Reina prisionera.
Y mientras ella hablaba, el Duque recordó los días en que un muchacho procedente de las estrellas había venido al mundo a buscar fortuna (porque en aquellos días había fortunas por doquier, simplemente esperando a ser encontradas); y al recordar, descubrió que su juventud estaba menos distante de lo que había pensado. Su escarabajo de información reposaba inmóvil en su hombro.
“¿Por qué ella te envió a mí? le preguntó a la pequeña criatura. Pero, una vez cumplido su deber, ella ya no hablaría más, y en unos momentos desapareció, tan inmediata y permanentemente como una estrella que se hubiera extinguido por orden Ducal.
Él entró en sus aposentos privados, y puso al escarabajo de información desactivado en su caja junto a la cama. En su estudio, hizo que los sirvientes le trajeran un largo estuche negro. Lo abrió él mismo y, con un toque, activó a su consejero jefe. Este se estremeció, luego avanzó retorciéndose hacia sus hombros en forma de víbora, su cola de serpiente bifurcándose para acoplarse a la conexión neural en la base de su cuello.
El Duque le contó a la serpiente lo que pretendía hacer.
“Eso no es sabio”, dijo el consejero jefe, con la inteligencia y el consejo de cada asesor ducal que se recuerde a su disposición, tras un momento de análisis de los precedentes.
“Busco aventura, no sabiduría”, dijo el Duque. El fantasma de una sonrisa comenzó a aparecer en las comisuras de sus labios; la primera sonrisa que sus sirvientes habían visto en más tiempo del que podían recordar.
“En tal caso, si no puedes ser disuadido, toma un corcel de combate”, dijo el consejero. Era un buen consejo. El Duque desactivó a su consejero jefe y mandó a buscar la clave para el establo de los corceles de combate. La clave no había sido tocada en mil años: sus cuerdas estaban llenas de polvo.
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Había habido hace tiempo seis corceles de combate, uno por cada uno de los Señores y Señoras del Atardecer. Eran brillantes, hermosos, imparables, y cuando el Duque se vio forzado a terminar la carrera de cada uno de los Gobernantes del Atardecer, se negó a destruir sus corceles de combate, situándolos en cambio donde no pudieran hacer ningún daño a los mundos.
El Duque tomó la clave y tocó un arpegio de apertura. La puerta se abrió, y un corcel de combate negro como la tinta, negro azabache, negro como el carbón, salió pavoneándose con gracia felina. Levantó la cabeza y miró al mundo con ojos orgullosos.
“¿A dónde vamos” preguntó el corcel de combate. “¿Contra qué luchamos?”
“Vamos a Más Allá”, dijo el Duque. “Y en cuanto a contra quién debemos luchar… bien, eso está por ver”.
“Puedo llevarte a cualquier lugar”, dijo el corcel de combate. “Y mataré a aquellos que intenten hacerte daño”.
El Duque subió a lomos del corcel de combate, notando el frío metal blando como carne viva en sus muslos, y le exhortó a avanzar.
Un salto y ya estaba corriendo por la espuma y el flujo del Infraespacio: caían juntos a través de la locura entre los mundos. El Duque rió, en ese momento, donde ningún hombre podía oírle, mientras viajaban juntos por el Infraespacio, viajando eternamente en el Infratiempo (que no puede calcularse con los segundos de una vida humana).
“Esto da la impresión de ser una trampa, de algún tipo”, dijo el corcel de combate, mientras el espacio tras las galaxias se evaporaba a su alrededor.
“Sí”, dijo el Duque. “Estoy seguro de que lo es”.
“He sabido de esta Reina”, dijo el corcel de combate, “O de algo como ella. Ella vive entre la vida y la muerte, y llama a guerreros y héroes y poetas y soñadores a su maldición”.
“Eso tiene sentido”, dijo el Duque.
“Y cuando regresemos al espacio real, esperaría una emboscada”, dijo el corcel de combate.
“Eso suena más que probable”, dijo el Duque, mientras llegaban a su destino, y salían del Infraespacio de vuelta a la existencia.
Los guardianes del palacio eran tan hermosos como el mensajero que le había advertido, y tan fieros, y estaban esperando.
“¿Qué estás haciendo” dijeron en voz alta, mientras se preparaban para el ataque. “¿Sabes que los forasteros están prohibidos aquí? Quédate con nosotros. Déjanos amarte. Te consumiremos con nuestro amor”.
“He venido a rescatar a vuestra Reina”, les dijo.
“¿Rescatar a la Reina” dijeron entre risas. “Ella tendrá tu cabeza en una bandeja antes de mirarte. Muchos han venido a salvarla, a lo largo de los años. Sus cabezas están en bandejas de oro en su palacio. La tuya será simplemente la más reciente”.
Había hombres que parecían ángeles caídos y mujeres que parecían demonios resucitados. Había personas tan hermosas que hubieran sido todo lo que el Duque había deseado alguna vez, si hubieran sido humanos, y ellos se empujaban hacia él, piel contra caparazón y carne contra armadura, de modo que ellos podían notar su frialdad, y él podía sentir su calor.
“Quédate con nosotros. Déjanos amarte”, susurraron ellos, estirando los brazos hacia él con afiladas garras y dientes.
“No creo que vuestro amor resulte bueno para mí”, dijo el Duque. Una de las mujeres, de pelo rubio y ojos de un peculiar azul translúcido, le recordó a alguien largo tiempo olvidado, una amante que había salido fuera de su vida hacía mucho tiempo. Encontró su nombre en la memoria, y lo hubiera dicho en voz alta, para ver si ella se volvía, para ver si ella le conocía, pero el corcel de combate golpeó con afiladas zarpas, y los pálidos ojos azules se cerraron para siempre.
El corcel de combate se movía rápido, como una pantera, y cada uno de los guardianes cayó al suelo, se retorció y se quedó quieto.
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El Duque se detuvo delante del palacio de la Reina. Se deslizó desde su corcel de combate hasta la tierra fresca.
“A partir de aquí continúo solo”, dijo. “Espera, y un día regresaré”.
“No creo que regreséis jamás”, dijo el corcel de combate. “Yo esperaré hasta que el propio tiempo se agote, si es necesario. Pero aún así, temo por vos”.
El Duque tocó con sus labios el acero negro de la cabeza del corcel y se despidió de él. Siguió adelante para rescatar a la Reina. Se acordó de un monstruo que había gobernado mundos y que nunca moriría, y sonrió, porque él ya no era ese hombre. Por primera vez desde su primera juventud, tenía algo que perder, y el descubrimiento de eso le hizo joven de nuevo. El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho mientras caminaba a través del palacio vacío, y se río a carcajadas.
Ella le estaba esperando, en el lugar donde las flores mueren. Ella era todo lo que él había imaginado que sería. Su falda era sencilla y blanca, sus pómulos altos y muy oscuros, su pelo era largo y del infinito color oscuro de un ala de cuervo.
“Estoy aquí para rescataros”, le dijo.
“Estás aquí para rescatarte a ti mismo”, le corrigió ella. Su voz era casi un murmullo, como la brisa que agita las flores muertas.
Él inclinó la cabeza, aunque ella era tan alta como él.
“Tres preguntas”, susurró ella. “Respóndelas correctamente, y todo lo que desees será tuyo. Fracasa, y tu cabeza descansará para siempre en una bandeja de oro”. Su piel era del color pardo de los pétalos de rosa muertos. Sus ojos eran del dorado oscuro del ámbar.
“Haced vuestras tres preguntas”, dijo él, con una seguridad que no sentía.
La Reina estiró un dedo hacia él y lo pasó suavemente por su mejilla. El Duque no podía recordar la última vez que alguien le había tocado sin su permiso.
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“¿Qué es más grande que el universo?” preguntó ella.
“El Infraespacio y el Infratiempo”, dijo el Duque. “Porque ambos incluyen al universo, y además todo lo que no es el universo. Pero sospecho que buscáis una respuesta más poética y menos precisa. La mente, entonces, porque puede contener un universo, pero también imaginar cosas que nunca han existido ni existen”.
La Reina no dijo nada.
“¿Es correcto? ¿Es erróneo?” preguntó el Duque. Añoró, por un momento, el susurro viperino de su consejero jefe, transmitiendo, a través de su conexión neural, la sabiduría acumulada de sus consejeros a lo largo de los años, o incluso el murmullo de su escarabajo de información.
“La segunda pregunta”, dijo la Reina. “¿Qué es más importante que un Rey?”
“Obviamente, un Duque”, dijo el Duque. “Porque todos los Reyes, Papas, Cancilleres, Emperatrices y otros sirven a mi voluntad y solamente a mi voluntad. Pero de nuevo, sospecho que estáis buscando una respuesta que sea menos exacta y más imaginativa. La mente, de nuevo, es más importante que un Rey. O que un Duque. Porque, aunque no soy inferior a nadie, hay algunos que podrían imaginar un mundo en el que haya algo superior a mí, y algo más superior a eso, y así sucesivamente. ¡No! ¡Esperad! Tengo la respuesta. Es del Gran Árbol de la Vida: Kether, la Corona, el concepto de monarquía, es más importante que ningún Rey”.
La Reina miró al Duque con ojos ambarinos, y dijo, “La pregunta final para ti. ¿Qué no puedes retirar jamás?”
“Mi palabra”, dijo el Duque. “Aunque, ahora que pienso en ello, una vez que he dado mi palabra, a veces las circunstancias cambian y a veces los propios mundos cambian de formas desafortunadas e inesperadas. De vez en cuando, si se llega a eso, mi palabra necesita ser modificada de acuerdo con las realidades. Diría la Muerte, pero, realmente, si me veo en necesidad de alguien de quien me he deshecho, simplemente les reincorporo…”
La Reina parecía impaciente.
“Un beso”, dijo el Duque.
Ella asintió.
“Hay esperanza para ti”, dijo la Reina. “Tú crees que eres mi única esperanza, pero, a decir verdad, yo soy la tuya. Tus respuestas estaban todas bastante equivocadas. Pero la última no estaba tan equivocada como el resto”.
El Duque consideró perder la cabeza por esta mujer, y encontró la posibilidad menos perturbadora de lo que hubiera esperado.
Una ráfaga de viento recorrió el jardín de flores muertas, y el Duque pensó en fantasmas perfumados.
“¿Te gustaría conocer la respuesta” preguntó ella.
“Respuestas”, dijo él. “Ciertamente”.
“Solamente una respuesta, y es esta: el corazón”, dijo la Reina. “El corazón es más grande que el universo, porque puede encontrar compasión por todo lo que hay en el universo, y el propio universo no puede sentir compasión. El corazón es más importante que un Rey, porque un corazón puede conocer a un Rey por lo que es, y aun así amarle. Y una vez que das tu corazón, no puedes retirarlo”.
“Yo dije un beso”, dijo el Duque.
“No estaba tan equivocada como las otras respuestas”, le contestó ella. El viento sopló en ráfagas más fuertes y salvajes y durante un segundo el aire estuvo lleno de pétalos muertos. Luego el viento se fue tan repentinamente como había aparecido, y los pétalos rotos cayeron al suelo.
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“Entonces. He fallado, en la primera tarea que me habéis encomendado. Sin embargo no creo que mi cabeza quedase bien sobre una bandeja de oro”, dijo el Duque. “O sobre cualquier tipo de bandeja. Dadme una tarea, pues, una misión, algo que pueda lograr para mostraros que soy digno. Dejadme rescataros de este lugar”.
“Nunca soy yo la que necesita ser rescatada”, dijo la Reina. “Tus consejeros y escarabajos y programas han terminado contigo. Te enviaron aquí, al igual que enviaron a aquellos que vinieron antes que tú, hace mucho, porque es mejor para ti desaparecer por voluntad propia, que para ellos matarte mientras duermes. Y menos peligroso”. Ella tomó su mano entre las suyas. “Ven”, dijo. Se alejaron del jardín de flores muertas, pasaron las fuentes de luz, que dispersaban su luz en el vacío, y entraron en la ciudadela de la canción, donde voces perfectas esperaban a cada paso, suspirando y coreando y tarareando y resonando, aunque allí no había nadie que cantase.
Más allá de la ciudadela solo había neblina.
“Bueno”, le dijo ella. “Estamos al final de todas las cosas, donde nada existe excepto lo que creemos, por un acto de voluntad o por desesperación. Aquí en este lugar. Puedo hablar libremente. Solo estamos nosotros, ahora”. Ella le miró a los ojos. “No tienes que morir. Puedes quedarte conmigo. Serás feliz de haber encontrado finalmente la felicidad, un corazón, y el valor de la existencia. Y yo te amaré”.
El Duque la miró con un súbito destello de ira y perplejidad. “Pedí preocuparme. Pedí algo por lo que preocuparme. Pedí un corazón”.
“Y ellos te han dado todo lo que pediste. Pero no puedes ser su monarca y tener esas cosas. Así que no puedes regresar”.
“Yo… yo les pedí que esto ocurriera”, dijo el Duque. Ya no parecía enfadado. Las neblinas al borde de aquel lugar eran pálidas, y lastimaban los ojos del Duque cuando las miraba demasiado profundamente o por demasiado tiempo.
El suelo comenzó a temblar, como si estuviera bajo los pasos de un gigante.
¿Hay algo verdadero aquí?” preguntó el Duque. “¿Hay algo permanente?”
“Todo es verdadero”, dijo la Reina. “El gigante viene. Y te matará, a no ser que le venzas”.
“¿Cuántas veces has pasado por esto?” preguntó el Duque. “¿Cuántas cabezas han terminado sobre bandejas de oro?”
“Ninguna cabeza ha terminado jamás sobre un plato de oro” dijo ella. “Yo no estoy programada para matarles. Ellos luchan por mí y me consiguen y se quedan conmigo hasta que cierran los ojos por última vez. Ellos están felices de quedarse, o yo les hago felices. Pero tú… tú necesitas tu infelicidad, ¿verdad?”
Él dudó. Entonces asintió.
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Ella lo rodeó con sus brazos y lo besó, despacio y suavemente. El beso, una vez dado, no podía ser retirado.
“Así que ahora, ¿lucharé contra el gigante y te salvaré?”
“Eso es lo que ocurre”.
Él la miró. Él bajó la mirada hacia sí mismo, a su armadura grabada, a sus armas. “No soy un cobarde. Nunca he huido de una lucha. No puedo volver, pero no estaré feliz quedándome aquí contigo. Así que esperaré, y dejaré que el gigante me mate”.
Ella pareció asustada. “Quédate conmigo. Quédate”.
El Duque miró más allá de él, al blanco vacío. “¿Qué hay ahí fuera?” preguntó. “¿Qué hay más allá de la niebla?”
“¿Huirías?” preguntó ella. “¿Me abandonarías?”
“Caminaré”, dijo él. “Y no caminaré para marcharme. Sino que caminaré hacia algo. Yo quería un corazón. ¿Qué hay al otro lado de esa neblina?”
Ella movió la cabeza. “Más allá de la neblina está Malkuth: el Reino. Pero no existe a no ser que tú lo hagas existir. Se hace a medida que tú lo creas. Si te atreves a entrar en la neblina, entonces construirás un mundo o dejarás de existir completamente. Y puedes hacer esto. No sé lo qué ocurrirá, excepto por esto: si caminas lejos de mí nunca podrás regresar”.
Él escuchaba un martilleo todavía, pero ya no estaba seguro de que fuesen los pasos de un gigante. Parecía más el latido, latido, latido de su propio corazón.
Él se giró hacia la niebla, antes de que pudiera cambiar de idea, y entró en la nada, fría y húmeda contra su piel. A cada paso sentía que se convertía en menos. Sus conexiones neurales murieron, y no le dieron ninguna información nueva, hasta que incluso su nombre y su estatus estuvieron perdidos para él.
No estaba seguro de si estaba buscando un lugar o creando uno. Pero recordaba la piel oscura y sus ojos ambarinos. Recordaba las estrellas – habría estrellas donde él se dirigía, decidió. Debía haber estrellas.
Siguió adelante. Sospechaba que alguna vez había llevado una armadura, pero sentía la húmeda neblina sobre su cara y sobre su cuello, y se estremeció con su fino abrigo por el frío aire nocturno.
Tropezó, su pie rebotando contra el bordillo.
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Entonces recobró la compostura, y miró detenidamente a las farolas, borrosas a través de la niebla. Un coche pasó cerca – demasiado cerca – y desapareció al sobrepasarle, las luces rojas traseras tiñendo la niebla de carmesí.
Mi vieja mansión, pensó con cariño, y a eso lo siguió un momento de puro desconcierto, ante la idea de Beckenham como su viejo algo. Apenas acababa de mudarse allí. Era un lugar para usar como base. Algún lugar del que escapar. Por supuesto, ¿era ese el propósito?
Pero la idea de un hombre huyendo (un lord o un duque, quizás, pensó, y le gustó el modo en que sonaba en su cabeza) rondaba y perseveraba en su mente, como el principio de una canción.
“Prefiero escribir una canción sobre algo que gobernar el mundo”, dijo en voz alta, saboreando las palabras en su boca. Apoyó la funda de su guitarra sobre la pared, metió la mano en el bolsillo de su abrigo de lana, encontró un trozo de lápiz y un cuaderno de un chelín, y las anotó. Encontraría una buena palabra de dos sílabas para ese algo más temprano que tarde, esperaba.
Luego se abrió paso hacia el pub. La atmósfera acogedora y el olor a cerveza lo recibieron mientras entraba. El alboroto sordo y los gruñidos de la conversación del pub. Alguien dijo su nombre, y él agitó una mano pálida hacia ellos, señalando a su reloj de pulsera y luego a las escaleras. El humo de los cigarrillos le daba al aire un débil brillo azul. El tosió, una vez, desde lo más profundo de su pecho, y deseó un cigarrillo.
Subió las escaleras con la moqueta roja raída, sosteniendo su funda de guitarra como un arma, lo que fuera que hubiera tenido en mente antes de doblar la esquina hacia High Street esfumándose a cada paso. Hizo una pausa en el oscuro pasillo antes de abrir la puerta de la habitación del piso de arriba del pub. Por el zumbido de la charla y el tintineo de los vasos, sabía que ya había un puñado de personas esperando y trabajando. Alguien estaba afinando una guitarra.
¿Monstruo? Pensó el joven. Eso tiene dos sílabas.
Le dio vueltas a la palabra en su cabeza varias veces antes de decidir que podía encontrar algo mejor, algo más grande, algo más apropiado para el mundo que intentaba conquistar y, con solo un remordimiento fugaz, lo dejó ir para siempre, y volvió dentro.
Texto: Neil Gaiman
Imágenes: Yoshitaka Amano
Traducción: Violeta Gómez Warletta